A Nilda Segades, hermana, compañera, custodia de secretos y milagros cautivos, para siempre, del muelle en la nostalgia.


© Norma Segades - Manias
Enero, 1993

Epígrafe.

“No tienes más recuerdo que tu vida”
Pablo Neruda

Dedicatoria.

A Nilda Segades, hermana, compañera, custodia de secretos y milagros cautivos, para siempre, del muelle en la nostalgia.

Prólogo.

La historia es un proceso de acumulación: somos en tanto fuimos y la memoria es la argamasa necesaria para construir el edificio que cobije el alma desvelada.
Contra todo razonamiento heraclitano no creo que todo pasa, que lo que hoy existe nada tiene que ver con lo que pasó sino que, por el contrario, los días, el tiempo que moldeó nuestra infancia dejaron en nosotros huellas tan profundas como para marcar la senda por la que luego transitaremos.
En esta obra, la autora se enrola en el grupo de felices humanos capaces todavía de revivir una infancia de pájaros y, como demiurgo generoso, nos ofrece este hilo hacia el pasado, hacia la soledad de los pueblos de provincia, esos que “encallan la quilla marginal de su cansancio en un tiempo deslucido, solitario”.
Empleando breves epígrafes, nos va situando en el lugar físico de cada evocación, lugares que sirvieron de marco a una niñez que habita en su memoria, cargada de nostalgia y sensaciones pero, siempre, fiel a la ternura, a la inocencia, al deslumbramiento de ir descubriendo la vida en cada instante hurtado a esa realidad que, en puja constante con la imaginación de un niño, puede ser, a veces, una enorme constelación de desilusiones.
Así lo transmite en el poema Nostalgia, cuando evoca aquellos días transcurridos en Roque Sáenz Peña (Chaco), donde un cielo apacible “despeñaba la luz a borbotones, cuando la siesta propagaba el júbilo y engañaba al desvelo en la penumbra ... desde una algarabía de chicharras...” para, de pronto, desenterrar “secretos desamores, cadáveres de sueños amarillos, orfandades, naufragios, disimulos ...”
Pero Norma tiene a su favor la expresión poética y, así, desanda este camino con la embriaguez de un lenguaje cargado de añoranzas. Por eso su recuerdo nos habla de “risas sofocadas”, de “torrentes de sol en las acacias”, de la “irreverente siesta desgreñada”, de “murallas de verbenas, trebolares, ciudadelas de musgos y junquillos”; del tren, con su protagonismo ineludible de gigante encrespado, con su “piafar de hierro”, testigo involuntario de un trajinar de adioses.
La mujer – poeta evoca los lugares comunes de una infancia pueblerina, la escuela, la ilusión de los Reyes Magos, los juegos, la casa, las enfermedades que llevan al límite de la vida, el cine con su magia de mundos desconocidos y hasta la tremendura inexplicable de la muerte con una figura que nos da la dimensión exacta de lo ignorado: “irrumpiendo en los feudos de la muerte con el asombro de una vida intacta”.
En una síntesis perfecta de lo que se evoca, el epígrafe del poema Biblioteca: La copa interminable, define ese maravilloso mundo de los libros como una puerta abierta al infinito, como un camino de letras y palabras que, una vez comenzado a transitar, ya no ofrece posibilidades de retorno.
Y en esta postal del recuerdo que involucra a la ciudad de Santa Fe, no puede faltar la imagen del viejo puente gris, con sus antenas como brazos clamando hacia el vacío, ese puente que hoy, en un tiempo ficticio, de clonaciones, se ha convertido en un falso remedo del pasado. Con finas simbologías, la escritora nos habla de una tristeza de santafesina que, impotente, vio desmoronarse la figura querida.
Cuando, en la edad de oro de la poesía lírica, el poeta desnudaba su intimidad, el público, arrobado, consumía esos sentimientos que expresaban situaciones similares a través de imágenes cargadas de romanticismo.
Norma Segades – Manias, sin intentar evitar la delicadeza que su poética trasunta en música moldeada hasta el infinito, nos hace partícipes de su aceptación de la pobreza, de esa niñez de “exilios repetidos”, de esa fuerza que ella misma admite cuando confiesa: “así me acostumbré, como los cardos, a nutrirme de amor con poca cosa, a florecer tenaz en los eriales, espinosa y vital, fuerte y oscura”.
Pero ese espacio fundante, ese espacio mítico cuajado de soles y abierto de cielos, se desvanece para siempre con la muerte del abuelo, a quien está dedicado el poema que cierra el libro, en un doloroso recuerdo que nos deja cierto indecible sabor a cenizas.
Con Un muelle en la nostalgia, Norma Segades - Manias nos abre su alma, sin disimulos, sin dobleces, con la honradez de quien está dispuesto a compartir esos recuerdos preciosos guardados en los íntimos refugios donde levantara el andamiaje de sus sueños.
Ortega y Gasset bien decía que, hacer poesía es eludir el nombre cotidiano de las cosas. De allí que, en este sendero desandado, compartido un poco con cada lector a través de tanta memoria congregante, disfrutemos, en tiempo y espacio, estos hechos cotidianos, domésticos, a través de la voz de una mujer que, en su condición de poeta, nos transporta al mundo mágico, a veces desamparado, tan vital y cromático de una infancia vivida a pleno, un tiempo de soles y espacios abiertos, de valores sensoriales que sirvieron para abrir el camino hacia la palabra admitiendo que fue “Su fuerza, Su ternura, inclinando Su cáliz en mi frente, derramando Su Luz en mis rincones”, lo que cerró, realmente, la vida circular del Universo.

Ana María Zancada

Nacimiento.

Una grieta en el tiempo.
Santa Fe, 1945


Aquellos que vagaron
que anduvieron
los yermos territorios de la arena
antes de ser mi rostro en los espejos
antes de ser el viento de mi angustia
aquellos que inscribieron
en mi sangre
toda la insurrección de su memoria
desgreñada
sedienta
malherida
por torbellinos de espirales mudas
buscaron
en los dédalos del tiempo
un resquicio
una huella
un novilunio
una grieta sin nombre ni presagios
un vestigio fugaz
una hendedura
que permitiera el paso de mi sombra
mientras Junio procreaba
entre la hierba
sucias centurias de cristales rotos
ante el párpado
seco
de la luna
y se quebraba
como espiga plena
el desnudo rubor de tu cintura.

Pertenencia.

Los muslos de la tierra.
Santa Fe, 1945


Cuando hube renunciado a los estanques
de apacibles quietudes
de sosiegos
que esbozaban mis rostros repetidos
y tallaban olvidos en las sombras
su milagro
su magia transparente
sus leyendas de duendes desvelados
le ofrendaron espacio a mis raíces
en su entraña secreta
generosa
Y yo la amé
La amé porque ella tiene
cierto ritual de garza y lejanía
enredado en la luz de un horizonte
que desgarran
sin pausa
las auroras
y jirones de verdes soledades
y un pulso de dolor
de desamparo
de plegarias
de brisas insolentes
desordenando trinos en las frondas
La amé por ese torpe desaliño
de aldea colonial
por sus senderos
donde azulean los jacarandáes
sus cielos de noviembre
por su aroma
por la curva sensual de su cadera
y ese vientre de tercas esperanzas
donde un río de lenguas impacientes
entre juncos y espumas
la desborda

Pueblo.

Como un sueño lejano.
Reinaldo Cullen, 1947


Reservé
a su tristeza
una celdilla
en la exacta quietud de la memoria
donde invocar
con silbos insistentes
la apaisada quietud de sus ocasos
los relojes de tedio indefinido
las grises caminatas
los destellos
el perfil de una sombra combatiente
decapitando el sol
entre los plátanos
para nombrar sus cuencos polvorientos
sus jaurías de exilio minucioso
su gesto
interminable
de llovizna
su paisaje de agónicos letargos
y ese banco de angustias cotidianas
donde encallan
los pueblos de provincia
la quilla marginal de su cansancio
Entonces
como un sueño celebrante
ondula en las esferas del silencio
y regresa
a la sed de mi nostalgia
su tiempo deslucido
solitario

Plaza.

Huellas hacia el olvido.
Reinaldo Cullen, 1947


Aquella plaza
aún anda en mi memoria
Esa luz obstinada de gorriones
lloviznando septiembres
merodeando
entre las hojas nuevas de los fresnos
Y acaso alguna flor
algún peldaño
algún fanal cautivo de la herrumbre
navegando hacia diques enlunados
desde la proa
azul
de los recuerdos
algunas leves huellas de la infancia
trepándose
insurrecta
a los tapiales
con toda la osadía
y el descaro
expatriados al este del sosiego
con su enjambre de risas sofocadas
sus jirones de asombros
sus conjuros
de puntillas y moños exigentes
desafiando el motín de los cabellos
No conocí su nombre
no tenía
ninguna estatua enarbolando espada
fundando cordilleras
estandartes
o trepando al tejado de sus cielos
Sólo encendió
sobre la verde ausencia
un aroma a nostalgia
desprolijo
cuando calcé los días del destino
y extravié las veredas del regreso

Siesta.

Rescatar el verano.
Reinaldo Cullen, 1948


En vísperas del miedo
los veranos
de cepas insolentes
de gramillas
de torrentes de sol en las acacias
asediaban la paz de los racimos
y enredado en el óxido del cerco
un pulso de campanas
desafiante
perfilaba sus cálices prolijos...
Afuera era la siesta
derramándose
bautismal
alfarera
perentoria
sobre el asombro manso de las ramas
pero en su piel de barro
los ladrillos
tallaban humedades
confidencias
erráticos desvelos
nervaduras
amparaban el tiempo de la sombra
entre indolentes pétalos cautivos...
Afuera era la siesta
insoportable
irreverente siesta desgreñada
absurdamente urgente y arrogante
desciñendo silencios encendidos
mientras el patio alzaba
en los geranios
ese aroma enigmático del agua
cuando agrieta senderos en la tierra
e inicia sus rituales imprecisos
hasta anegar
con lenguas despaciosas
fronteras de delgados alelíes
murallas de verbenas
trebolares
ciudadelas de musgos y junquillos

Tren.

Por rocíos sonámbulos.
Reinaldo Cullen, 1948


Desde la curva rota del rocío
se erizaba un delirio de vapores
sobre orfandad de troncos
que morían
encrespando la entraña de su infierno
Era sencilla
entonces
la impaciencia
de andar vagabundeando los andenes
entre las heredades de la sombra
hasta escuchar aquel piafar de hierro
hasta observar las sílabas del humo
en alfabeto de vocablos breves
ascendiendo
en celaje advenedizo
hacia la negra cúpula del cielo
de sentir el temblor con que la tierra
recibía la esencia de su furia
encadenada siempre
para siempre
al celoso ritual del fogonero
de encontrar las anónimas esperas
peregrinando polvos
y distancias
inscribiendo algún gesto en la memoria
allanando los rígidos senderos
Era su luna de contorno abrupto
su luna de cadera borrascosa
la que escarbaba
la que carcomía
la que horadaba el tiempo del regreso
puntual como la noche
cada noche
encendiendo un asedio de pupilas
y desgarrando adioses moribundos
en la espalda
sonámbula
del viento

Chaco.

Aquel eterno estío.
Roque Sáenz Peña, 1949


Gravidez de charatas
de lapachos
estallantes verdores montesinos
agudeza de cardos
y zarzales
iluminan mi voz
cuando te nombro
y esa
tu soledad
tu ausencia ciega
tu ansiedad de lloviznas
tus derrotas
se encierran entre cercos de guitarras
se envainan en tristezas de algarrobo
y me embriagan de sol
quiebran estíos
decapitan centurias de amapolas
se disputan la luz
se precipitan
a profanar las pieles del agobio
transmutando en chañar
en tronco arisco
y ascienden al silencio
en los ocasos
a ejercer el oficio de fundarse
bajo tramas letárgicas de polvo
Entonces soy endecha
soy salmodia
estatura de lágrima
nostalgia
memoria sin descanso ni clemencia
asedio de tendones sigilosos
y alucino en retoños aturdidos
por la furia sangrienta de la savia
trenzando
en fina urdimbre de totoras
el talismán que expulsa tus demonios

Cigarras.

Invasión de cigarras.
Roque Sáenz Peña, 1949


Después del mediodía
bajo talas
y jirones de siestas lujuriosas
que fecundaban soles deslumbrantes
embriagados de cánticos febriles
se extendía el fragor de las cigarras
entre los laberintos de los talas
aturdidos
sedientos
derrotados
por la insistencia aguda de violines
Y entre esas resignadas soledades
donde
la orgía de una luz salvaje
-como orfeón de relámpagos
sin tregua-
delineaba a penumbras los perfiles
la sombra se espesaba
se escondía
en la estirpe de viejos paraísos
que sembraron los rieles a su paso
mientras hurtaban vuelos
y raíces
mientras hurtaban feudos al sigilo
y arrojaban al aire sus mensajes
de humo rebelde
de humo imprecatorio
que el cielo devolvía en calmas grises
Allí quedaron
en la tierra ardida
en la tierra que hollaran las promesas
los ecos de una infancia irreverente
aprisionando cantos inasibles
los rastros de una infancia migratoria
grabando sus pisadas
en el polvo
cuando andaba la edad de la esperanza
su inocencia de ciénagas
y eclipses.

Hermana.

Nuestros gestos perdidos.
Roque Sáenz Peña, 1949


Aún recuerdo
los pasos cautelosos
los pasos de prudencia quebradiza
bordeando la cornisa de tus miedos
en la inseguridad de sus vaivenes
aún recuerdo las pausas
los reflejos
que inauguraban secas rebeldías
pertinacias sin tregua
terquedades
tras la muralla fina de tu frente
Aún andan nuestras sombras repetidas
mi avaricia de afectos
tus silencios
la seducción erguida de los moños
trenzados en cabellos inocentes
y esa absurda inquietud
que sacudía
todo el ramaje azul de los susurros
cuando el sol
como alfanje desbocado
mutilaba las siestas transparentes
Hoy que la vida nos saqueó la gracia
que sitió
con relojes
la memoria
en la desnuda piel de la nostalgia
he advertido la huella de los duendes
Ven, hermana
busquemos los calderos
donde agitan sus pócimas
y hechizan
con alas de luciérnagas azules
sus molduras de bronce reluciente
donde guardan los gestos que nos faltan
las sonrisas
los sueños
las promesas
que extraviamos
un día sin raíces
entre escombros de vida a la intemperie

Peponas.

Niñas de los rubores.
Roque Sáenz Peña, 1949


Hubo negras siluetas en la luna
recorriendo tejados
chimeneas
montando en el sigilo de los miedos
hacia el hueco desnudo de la noche
y alambiques
donde hadas invisibles
ejerciendo el oficio de la magia
elaboraban turbios bebedizos
en las finas anteras de las flores
No era breve la edad de la inocencia
La vida se engendraba de improviso
y astillaba en cristales la alegría
con un cascabeleo de colores
dispensando
a destajo
su modestia
su dócil sencillez de sueños truncos
su milagro en hilachas
sus silencios
la pausada paciencia de sus nombres
su linaje de estopa
apretujado
por esa percepción de la ternura
que la maternidad nos perfilaba
como a la tarde
el sol
los horizontes
en un tiempo de nanas cristalinas
-tiempo de mansedumbre inagotable-
meciendo para siempre
en la memoria
nuestras niñas de asombros
y rubores

Nostalgia.

Sosteniendo los soles.
Roque Sáenz Peña, 1949


Aquellos días de mi infancia
libres
días de claridades contundentes
de polen torrencial
de desarraigos
y de escarpados soles iracundos
en un cielo apacible
que insistía
en despeñar la luz
a borbotones
para ocultar la huella de los duendes
deslizando sigilos
tras los muros...
Aquellos días de mi infancia
humildes
con esa dignidad de la pobreza
limpia y almidonada que
mi madre
enjuagaba en los cubos del orgullo...
Aquellos días de la sed saciada
en la roja piedad de las sandías
ofrendando su entraña silenciosa
cuando
la siesta
propagaba el júbilo
y engañaba al desvelo
en la penumbra
y estremecía párpados salvajes
desde una algarabía de chicharras
enfrascadas en diálogos agudos...
se me perdieron
sosteniendo ausencias
soterrando secretos
desamores
cadáveres de sueños amarillos
orfandades
naufragios
disimulos

Reyes.

Detrás de las persianas.
Roque Sáenz Peña, 1950


Por las colmenas mágicas del día
fraguaba un ocio calcinante el fuego
en cálices
y cuencos
y escudillas
y calderos de incierta mansedumbre
La mañana de enero
era un esbozo
un fulgor perfilando la distancia
detrás de las persianas
que escondían
el silencio total de las quietudes
Bajo la urdimbre blanca
suspendida
como un velo nupcial sobre la cama
tu sonrisa y la mía se extendieron
hurgando
en el asombro del estuche
No puedo recordar
qué dibujaba
el estampado en bastos algodones
pero sí
la lisura maderera
la sutil desnudez de su perfume
y nosotras
abriendo las sombrillas
a la luz melancólica del alba
mientras
entre las zarpas del espino
desgarraban su vértigo las luces.
No puedo trasladar a la memoria
nada más
que el placer de hallar sus lazos
una tibia mañana
sin camellos
por aquellas lejanas latitudes.

Juegos.

El tiempo de los duendes.
Roque Sáenz Peña, 1950


La infancia era un afluente
un río dorado
Se deslizaban sueños por su cauce
en un tiempo sinuoso
que exaltaba
la liturgia dorada de los dioses
y en sus delirios crueles
los agobios
inquilinos de exilios implacables
y pena irreverente
y lacia angustia
parían sus descalzas floraciones
mientras
la luz maciza despeñaba
ramalazos de furia obligatoria
entre la azul complicidad del cielo
y el follaje
diabólico
del monte
y espectros lujuriosos
asediaban
en jaurías de miedos amarillos
desde los disimulos
y el silencio
la inquietante inocencia de las voces
Bajo esa esencia intacta
los veranos
-siempre ha sido verano en mi memoria-
urdían su textura de intemperie
dilapidaban todo el horizonte

Conventillo.

Los días invadidos.
Roque Sáenz Peña, 1950


Hacia un patio de sol comunitario
bostezaban sus ásperas historias
golondrinas de sangre jornalera
con vino fácil
y mirada intrusa
que andaban las planicies rutinarias
con pulcritud de ausencias
desarraigos
enarbolando a veces esperanzas
desolladas
fugaces
y minúsculas
La lluvia no atendía contraseñas
Mi madre se curvaba en el esfuerzo
levantando los cubos que extraía
de cisternas anónimas
profundas
Los días eran claros
eran firmes
pero
siempre
un agravio encallecido
transgredía
violaba las fronteras
de arcángeles tejidos a la aguja
Así me acostumbré
como los cactus
a nutrirme de amor con poca cosa
a florecer
tenaz
en los eriales
espinosa y vital
fuerte y oscura

Escuela.

Trenzas ante el misterio.
Roque Sáenz Peña, 1951


Esas trenzas de lacios universos
desmayando
a mi espalda
su inocencia
como dos esperanzas confundidas
como un par de fatigas silenciosas
desmalezan misterios
estupores
azuzan soledades sin orillas
y alertan sus hilachas de bandera
entre inquietas vigilias de palomas
Tenía un número azul sobre la frente
tres cifras de un dolor
sin estridencias
el escudo argentino sobre su hombro
y un pequeño jardín
con rosas rojas
Aguardaba en el límite del pueblo
con regazo de greda hospitalaria
y gravedad de sílaba precisa
mi timidez silvestre
labradora
y esa pulcra blancura inquebrantable
esa arrogancia firme
almidonada
cautivando el perfil de mi cintura
con sus alas de extraña mariposa
Todo me dio con su manera simple:
la ternura de Elsa
esa ternura
que moraba en el sol de su sonrisa
en sus manos sin pausas
en su aroma...
Un camino de tierra nos llevaba
un camino que apenas presentíamos
entre la subversión de las verbenas
a través de los miedos
y las sombras

Difteria.

Memoria de las fiebres.
Roque Sáenz Peña, 1952


En esa asfixia roja
ese delirio
excavando espesuras de amarantos
donde rasgaba
la difteria
el alma
con las uñas menguantes de la muerte
algo
dentro de mí
como un presagio
como hilachas de olvido
como viento
conducía mi pena
a la deriva
hacia la seca orilla de las fiebres
Jirones de velámenes
exhaustos
e impenetrables mascarones negros
decapitaban aguas sediciosas
con su filo de proas penitentes
Urgencias de rocío
silenciosas
enhebraban sudores miserables
y en su exhausta agonía
sin fronteras
desceñían fogatas en las pieles
Y de pronto
mi nombre entre tu miedo
mi nombre repetido por tu angustia
mi nombre
entre las llagas de las sombras
encadenado a ese dolor paciente
que me arrancó
del fondo de la noche
y me atrapó en las redes del regreso
por la afligida senda de tu llanto
lloviznando su amor
sobre mi frente

Cine.

Penumbras de domingo.
Roque Sáenz Peña, 1953


Mis indiscretos ojos
asombrados
ahítos de descalzas confidencias
sospechaban las últimas butacas
en la tierna penumbra del domingo
Los haces de ceniza
desde el aire
proyectaban sus crónicas confusas
donde turbas de pálidos piratas
abordaban mujeres y navíos
y un ritual de vaqueros
y soldados
crines de soledad
belfos sin tregua
cabalgaban praderas
al oeste
donde el odio era rojo
como un indio
Crecíamos
tan simples
tan ingenuos
tan ebrios de aventuras
tan dichosos...
Después
mucho después
llegó a mi vida
la sombría verdad del exterminio
y los corsarios
de mirada dura
mostraron la crueldad de su codicia
y la inocencia me quedó apretada
como un vestido viejo
y amarillo

Aventuras.

Al estallar septiembre.
Roque Sáenz Peña 1953

I


Al estallar septiembre
como un eco
de intrepidez salvaje
campesina
por el azul desvelo de los pájaros
y la naciente latitud del alba
se hacían
perentorias
las verbenas
iniciando
con paso de gramilla
su destino de hiedra vagabunda
reptando el corazón de la distancia
Las sendas
espejismos zigzagueantes
sobre aluviones de espesuras verdes
indagaban secretos
y presagios
destejían urdimbres solapadas
encarnizaban tréboles mullidos
estrías entre helechos
rebeldías
bajo una furia de puñales finos
aniquilando pulcras telarañas
Y nuestra euforia de alas andrajosas
desandaba
sin prisas
ni temores
la tierra arrebatada a la llovizna
bajo un lejano idioma de torcazas
encrespaba sudores
lejanías
racimos de insolencias
aventuras
y un memorial de risas
como antorchas
encendiendo los pulsos de la audacia

Pozo.

II

Era el tiempo total de la aventura
cribando la inocencia vulnerable
estableciendo el tiempo de los mitos
con sombras de Pomberos
o Solapas
espiando por los pórticos del pozo
donde una tarde indócil
sin milagros
una tarde de cálices vacíos
una tarde de lúgubre acrobacia
tu risa de bufón desprevenido
derrumbó aquel brocal deshabitado
abdicando a conjuros
y liturgias
y cayó hacia el abismo de las ranas
a beberse
de un trago
las ausencias
los adversos rituales de la noche
sin que los dedos frágiles del musgo
sirvieran
a tu miedo
para nada
Rehén de los ladrillos verdinegros
extraviado entre exilios implacables
entre hilachas de olvido
entre tinieblas
el eco de tu voz amordazada
clamó desde el anillo del silencio
y nos legó la lúgubre certeza
de saber
que no alcanza el albedrío
para la eternidad del agua amarga
para hollar laberintos de ceniza
desnudos de visiones
o presagios
irrumpiendo
en los feudos de la muerte
con el asombro de una vida intacta

Biblioteca.

La copa interminable.
Roque Sáenz Peña, 1954


Cuando el enigma nos rozó la sangre
con fulgores de insomnio
con rituales
con hogueras
con magias
con presagios
con jirones de lámparas furtivas
comprendimos
que en esa biblioteca
abandonada en medio del estío
para escapar detrás de las gaviotas
escolleras
y dunas repetidas
beberíamos mostos de leyendas
en el cáliz secreto de los elfos
que habitaban
desnudos
impacientes
sus reinos de apartadas geografías
Los dueños de la casa
tan lejanos
no sospecharon las pupilas negras
explorando
evaluando
descubriendo
la bautismal memoria de las sílabas
porque
en el escritorio de los niños
mientras los encargados
por los patios
desenvolvían la piedad del agua
sobre tiestos con plantas desvalidas
capturadas en redes hechiceras
agitando escudillas vagabundas
mendigamos el pan de la palabra
entre libros
leídos a hurtadillas

Vereda.

Crepúsculos descalzos.
Roque Sáenz Peña, 1954


Vainas de solitarios algarrobos
mecían filamentos de crepúsculos
entre hojas polvorientas
abatidas
bajo la lumbre de una luna pálida
sospechando
en los vuelos del silencio
altas escarpaduras sediciosas
desde donde caían
lentamente
espesuras de noche en cataratas
El cielo era un eclipse de temblores
cicatrices de olvido
angustia seca
orfandades de fe
sin atenuantes
velámenes de sombra alucinada
La injuria del rocío
como siempre
establecía ausencias repetidas
por salvajes corolas
por gramillas
por anteras de cópulas descalzas
multiplicando acordes
casi endechas
casi esquirlas de llanto
casi ruegos
amparados en vértigos azules
de viejos acordeones
y guitarras
mientras el grito agudo de un hachero
sin rostro
ni refugio
ni destino
embriagado de amargas soledades
abdicaba
otra vez
a la nostalgia

Regreso.

Liturgia del paisaje.
Santa Fe, 1955


Y de pronto
su furia irreverente
esa liturgia pródiga
hechicera
condenando al linaje de los talas
con conjuros
indómitos
de sauces
Y regresar
inevitablemente
al maternal regazo
a las entrañas
al aroma rotundo
a otro alfabeto
al desbordante pulso de sus calles
Y recobrar
por fin
viejos crepúsculos
cierta brisa preñada de jazmines
azuzando jaurías de luciérnagas
entre la arquitectura del follaje
Y el lento derivar de camalotes
los puentes extendidos
las lagunas
la orfandad de sus islas soñolientas
el desnudo perfil de su paisaje
Y rescatar la identidad del agua
identidad de pájaros austeros
de ceibos florecidos
de timbóes
de desnudas raíces en menguante
hasta encallar de nuevo
en sus orillas
de légamo rotundo y perentorio
con las lenguas oscuras de su río
como un perro
lamiendo mis umbrales

Casona.

Los antiguos retratos.
Santa Fe, 1955


Los antiguos retratos
simplemente
observaban mis hondos fisgoneos
de infancia contundente
suburbana
desde la altura de su olvido sepia
El hilo perfilaba
en los silencios
sus heraldos de blanco cañamazo
anunciando la gloria prometida
desde la eternidad de sus trompetas
La penumbra era
casi un territorio
casi un reino de mágicos rituales
casi una geografía de frescuras
asediando el misterio de la siesta
y un tosco pavimento enladrillado
abrevaba
en las trémulas glicinas
su imprudencia de aromas
su osadía
el diáfano ritual de sus cadencias
Más allá
los veranos agrietaban
con mandobles furiosos
amarillos
y embriagueces de cielos a destajo
el útero solar de la inocencia
Hacia donde la luz trenza ternuras
hacia donde el recuerdo huele a menta
aguarda
entre diamelas y puntillas
nube y raíz
la casa de la abuela

Pobreza.

Mi sitio en la pobreza.
Santa Fe, 1955


La pobreza fue pura
compañera
un séquito tenaz
que perseguía
con lealtades de perra silenciosa
el rastro leve
de mi piel salvaje
En mi infancia de exilios repetidos
se obstinó en ser doméstica costumbre
se transformó en amiga
en confidente
en huésped habitual
indescifrable
Me amó y la amé
No repudié su rostro
no me oculté
no opuse barricadas
a sus apasionadas embestidas
a la ingenua crueldad de su coraje
Debió ser un legado de la Hoguera
cuando diseminó su esperma de oro
como ritual de cántaro
o llovizna
sobre la sed nupcial de los eriales
y en la vital memoria de los días
su arisca sombra
se trepó a mi sombra
acaso por alzar sueños raídos
acaso por quebrar las soledades
Por eso la acepté
sin rebeldías
sin conatos de furia
sin enojos
y arrebujada en su vellón de siglos
me nutrí del calostro inevitable

Abuelo.

Un nombre en los espejos.
Santa Fe, 1956


Su oficio era la ausencia
Navegante
de tantas sucesivas soledades
de tantas orfandades corrosivas
de tanto río áspero
colérico
tendía sus pupilas de horizontes
y amarrado al timón de su nostalgia
señalaba los rumbos a las proas
que
siempre
lo traían de regreso
Moreno.
Con los soles de Galicia
-soles de silenciosos ostracismos-
fluyendo a la memoria de sus pieles
por la sangre de un padre aventurero
enarbolaba tercas rebeldías
alteraba relojes
estructuras
inhalaba
en anónimas veredas
sus filamentos de tabaco negro
Dicen que no era fácil
que reñía ...
Para mí fue una risa
vendimiando
los racimos jugosos de la parra
los rubíes
al núcleo amarillento
fue aquella mano que erigió mi infancia
en la complicidad de sus rituales
y encadenó
la luz de mi memoria
al muelle natural de su recuerdo

Puente.

Hacia las islas.
Santa Fe, 1956
I


Siempre amé
de aquel puente
la belleza
esa altura de hierro anochecido
perfilando su esencia de coloso
la tensa arquitectura de sus cables
enmarañando quietas transparencias
Peatones
el abuelo y yo cruzábamos
a observar los contornos de las islas
en mañanas fraguadas por las ascuas
deshabitados de odios
y de urgencias
A veces
si bajaba la mirada
mis temores furtivos descubrían
entre los espesores del quebracho
aquellos intersticios de sus treguas
y el lomo corcoveante con que
el agua
desceñía raíces
embalsados
fundaba sus eternas rebeldías
su indomable
y agreste turbulencia
Mucho tiempo después
fue por septiembre
un septiembre de pálidas lloviznas
un septiembre de vientos desbocados
enmarañando lacias cabelleras
Quién sabe por qué pulcras decepciones
por qué esmerado agravio
por qué olvidos
con sus filos de herrumbre
y soledades
cercenó la memoria de sus venas

Olvido.

II

Mucho tiempo después
Fue por septiembre...
Desde harapos de cielos ofensivos
manifestando lúgubres presagios
caía una llovizna
casi incierta
Las aguas
persistentes
lo apremiaban
murmuraban su nombre
lo exigían
enviaban camalotes a incitarlo
con la verde espesura de sus lenguas
cuando esa azul severidad del viento
abofeteó su agobio
sin cerrojos
y trepó entre el ramaje de sus hierros
hasta la vibración de las almenas
Dicen que
en su agonía
aún tuvo tiempo
de mirar la ciudad
a sus espaldas
cerrando las ventanas a la tarde
y corriendo pestillos tras las puertas
No quiso resistir
Estaba viejo
Viejo y cansado
olvidado y viejo
con legiones de llagas oxidadas
supurando en el cáliz de sus venas
entonces
con un rictus de amargura
sucumbió a tanta espera amortajada
y ofrendó
a las raíces cenagosas
el amargo esqueleto de su pena

Suburbio.

Amarrada al recuerdo.
Santa Fe, 1956


Mi barrio era un concilio de jazmines
una turba estridente de gorriones
desvelando ramajes obstinados
era un jirón de tango
en las esquinas
era la oscura piel del desamparo
desandando las calles del destierro
y empecinando
en ecos de nostalgia
los idiomas del vino y la fatiga
Allí crecí
borracha de luciérnagas
rehén de sus crepúsculos perdidos
amarrada al recuerdo
a las acequias
al fracaso rotundo de sus días
amarrada
por siempre
a esta arrogancia
de saberme heredera de sudores
legataria de cielos implacables
y el ángulo de un vuelo en rebeldía
Y acaso más
acaso el desafío
de trepar a las pieles del milagro
de arrendar esperanzas a mansalva
teniendo
a la pobreza
por nodriza
de engendrar
en tinieblas minuciosas
treguas
destinos
sueños
horizontes
y un rubor de capullos
perviviendo
entre embozadas ráfagas de espinas

Rancho.

Entre muros de adobe.
Santa Fe, 1956


Alguien
desde la Voz
rompió mi nombre
dibujó cada letra en los anales
y me insufló su aliento sin augurios
tal como diseminan
los ocasos
su magia de incesantes migraciones
y ese enjambre de sílabas descalzas
ese aluvión de signos
de destellos
me regaló un destino de espejismos
me construyó estos cielos interiores
con aire en los cimientos
y una luna
trepando
vertical
hacia el silencio
a oficiar sus liturgias de esperanza
en los desfiladeros de la noche
Yo no era nadie
hasta que fui palabra
yo no era nada más que un ave herida
inhabitando el vuelo
condenada
sentenciada a la ausencia de horizontes
yo no era
nada más que piel punzante
nada más que un puñado de tristeza
creciendo en la penumbra
en los olvidos
entre los muros secos del adobe
Pero fue Su mirada
fue Su fuerza
la diaria absolución de Su ternura
inclinando Su cáliz
en mi frente
derramando Su Luz en mis rincones

Martina.

Puñado de cenizas.
Santa Fe, 1956


La llamaban Martina
En su silencio
la arena fue engendrando cicatrices
ciertas costumbres
ciertos vagos gestos
donde trenzaba todas las mañanas
Los códigos de un siglo que moría
le negaron la luz del alfabeto
le negaron el nombre
la ternura
limosnas de andrajosas esperanzas
y sumergió sus manos en la espuma
y restregó las huellas de otros cuerpos
contra la piel de agrestes piletones
cuando
aquel luto
le dobló la espalda
Era pequeña y frágil
69
Parecía
la sombra de una sombra en los rincones
apenas
un puñado de cenizas
arrastrando los pasos por la casa
pero a fuerza de fe
de obstinaciones
a fuerza de desvelos perentorios
a empellones
a punta de horizontes
le disputó
a la vida
sus migajas
y con el filo agudo de sus sueños
con la arista de tantas soledades
con el borde
desnudo
de un sollozo
cavó
en mi sangre
esta ternura exhausta

Soledad.

Filiación de llovizna.
Santa Fe, 1956


Nunca dejé aflorar
hasta la arcilla
ni imágenes de secas orfandades
ni rituales de agravios insistentes
ni hoscas penas
ni fuegos subterráneos
ni filiación de súplica
ni alquimias
engendrando
en redomas sin sosiego
en sediciosos úteros de azogue
la fuerza desgarrada de mi canto
Rehén de las cabriolas más rebeldes
me empeñaba en hilar mis talismanes
en maquillar de olvido la intemperie
a pura carcajada de payaso
en cubrir
a mansalva
cada grieta
rasgando las membranas de mis máscaras
en colgar
de patíbulos prolijos
ramilletes de cielos coagulados
Sólo en la libertad de los silencios
mientras andaba
el mundo
en madrigueras
paría la esperanza de mis versos
derramaba el calostro de mi llanto
Nadie supo
jamás
de tantas muertes
de tanto sueño andando por mi sangre
porque
sólo entre pulsos de tinieblas
pujando en soledad
nacen los pájaros

Muerte.

Las uñas de la muerte.
Santa Fe, 1957


Erizaba penumbras
soledades
descendía a los huecos del insomnio
y entregaba su voz a esa esperanza
que derrota los miedos
a menudo
Habitaba el reverso de las tramas
esa orfandad de amor en su memoria
con la muerte
clavándole en la sangre
sin piedad
sin olvido
sin reposo
los colmillos hirientes y desnudos
Esperaba paciente
noche a noche
Sólo algún carraspeo sofocado
delataba su cuerpo
por la casa
denunciaba el desmayo de su pulso
y en su rincón
las lunas esbozaban
con perfiles de sombras inclementes
con pálidos vitrales de ceniza
las jaurías del cáncer
contra el muro
Fue un día de febrero
aún lo recuerdo
El verano paría en los jardines
su temblor de glicinas
de diamelas
su impunidad de audacias en capullo
cuando
aquel soplo
le abatió los párpados
y comenzó a tender las lejanías
llevándose mis trenzas
de la mano
a territorios de silencio y luto

Orden del libro.

7 – Prólogo
11 – Nacimiento - Una grieta en el tiempo.
13 – Pertenencia - Los muslos de la tierra.
15 – Pueblo - Como un sueño lejano.
17 – Plaza - Huellas hacia el olvido.
19 – Siesta - Rescatar el verano.
21 – Tren - Por rocíos sonámbulos.
23 – Chaco - Aquel eterno estío.
25 – Cigarras - Invasión de cigarras.
27 – Hermana - Nuestros gestos perdidos.
29 – Peponas - Niñas de los rubores.
31 – Nostalgia - Sosteniendo los soles.
33 – Reyes - Detrás de las persianas.
35 – Juegos - El tiempo de los duendes.
37 – Conventillo - Los días invadidos.
39 – Escuela - Trenzas ante el misterio.
41 – Difteria - Memoria de las fiebres.
43 – Cine - Penumbras de domingo.
45 – Aventuras - Al estallar septiembre – I
47 – Pozo - Al estallar septiembre – II
49 – Biblioteca - La copa interminable.
51 – Vereda - Crepúsculos descalzos.
53 – Regreso - Liturgia del paisaje.
55 – Casona - Los antiguos retratos.
57 – Pobreza - Mi sitio en la pobreza.
59 – Abuelo - Un nombre en los espejos.
61 – Puente - Hacia las islas - I
63 – Olvido - Hacia las islas - II
65 – Suburbio - Amarrada al recuerdo.
67 – Rancho - Entre muros de adobe.
69 – Martina - Puñado de cenizas.
71 – Soledad - Filiación de llovizna.
73 – Muerte - Las uñas de la muerte.
75 – Orden del libro

Acerca de la autora

Acerca de la autora
Palacio de las Bellas Artes - México DF (2003)

Biobibliografía

Norma Segades Manias, Santa Fe, Argentina, 1945. Ha escrito *Más allá de las máscaras *El vuelo inhabitado *Mi voz a la deriva *Tiempo de duendes *El amor sin mordazas *Crónica de las huellas *Un muelle en la nostalgia *A espaldas del silencio *Desde otras voces *La memoria encendida * A solas con la sombra *Bitácora del viento *Historias para Tiago y *Pese a todo (CD) En 1999 la Fundación Reconocimiento, inspirada en la trayectoria de la Dra. Alicia Moreau de Justo, le otorgó diploma y medalla nombrándola Alicia por “su actitud de vida” y el Instituto Argentino de la Excelencia (IADE) le hizo entrega del Primer Premio Nacional a la Excelencia Humana por “su meritorio aporte a la cultura”. En el año 2005 fue nombrada Ciudadana Santafesina Destacada por el Honorable Concejo Municipal de la ciudad de Santa Fe “por su talentoso y valioso aporte al arte literario y periodismo cultural y por sus notables antecedentes como escritora en el ámbito local, nacional e internacional”. En 2007 el Poder Ejecutivo Municipal estimó oportuno "reconocer su labor literaria como relevante aporte a la cultura de la ciudad".